lunes, 15 de marzo de 2010

CREPUSCULO - COMPLICACIONES

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COMPLICACIONES
Todo el mundo nos miró cuando nos dirigimos juntos a nuestra mesa del laboratorio.
Me di cuenta de que ya no orientaba la silla para sentarse todo lo lejos que le permitía la
mesa. En lugar de eso, se sentaba bastante cerca de mí, nuestros brazos casi se tocaban.
El señor Banner — ¡qué hombre tan puntual!— entró a clase de espaldas llevando una
gran mesa metálica de ruedas con un vídeo y un televisor tosco y anticuado. Una clase con
película. El relajamiento de la atmósfera fue casi tangible.
El profesor introdujo la cinta en el terco vídeo y se dirigió hacia la pared para apagar las
luces.
Entonces, cuando el aula quedó a oscuras, adquirí conciencia plena de que Edward se
sentaba a menos de tres centímetros de mí. La inesperada electricidad que fluyó por mi cuerpo
me dejó aturdida, sorprendida de que fuera posible estar más pendiente de él de lo que ya lo
estaba. Estuve a punto de no poder controlar el loco impulso de extender la mano y tocarle,
acariciar aquel rostro perfecto en medio de la oscuridad. Crucé los brazos sobre mi pecho con
fuerza, con los puños crispados. Estaba perdiendo el juicio.
Comenzaron los créditos de inicio, que iluminaron la sala de forma simbólica. Por
iniciativa propia, mis ojos se precipitaron sobre él. Sonreí tímidamente al comprender que su
postura era idéntica a la mía, con los puños cerrados debajo de los brazos. Correspondió a mi
sonrisa. De algún modo, sus ojos conseguían brillar incluso en la oscuridad. Desvié la mirada
antes de que empezara a hiperventilar. Era absolutamente ridículo que me sintiera aturdida.
La hora se me hizo eterna. No pude concentrarme en la película, ni siquiera supe de qué
tema trataba. Intenté relajarme en vano, ya que la corriente eléctrica que parecía emanar de
algún lugar de su cuerpo no cesaba nunca. De forma esporádica, me permitía alguna breve
ojeada en su dirección, pero él tampoco parecía relajarse en ningún momento. El abrumador
anhelo de tocarle también se negaba a desaparecer. Apreté los dedos contra las costillas hasta
que me dolieron del esfuerzo.
Exhalé un suspiro de alivio cuando el señor Banner encendió las luces al final de la
clase y estiré los brazos, flexionando los dedos agarrotados. A mi lado, Edward se rió entre
dientes.
—Vaya, ha sido interesante —murmuró. Su voz tenía un toque siniestro y en sus ojos
brillaba la cautela.
—Humm —fue todo lo que fui capaz de responder.
— ¿Nos vamos? —preguntó mientras se levantaba ágilmente.
Casi gemí. Llegaba la hora de Educación física. Me alcé con cuidado, preocupada por la
posibilidad de que esa nueva y extraña intensidad establecida entre nosotros hubiera afectado
a mi sentido del equilibrio.
Caminó silencioso a mi lado hasta la siguiente clase y se detuvo en la puerta. Me volví
para despedirme. Me sorprendió la expresión desgarrada, casi dolorida, y terriblemente
hermosa de su rostro, y el anhelo de tocarle se inflamó con la misma intensidad que antes.
Enmudecí, mi despedida se quedó en la garganta.
Vacilante y con el debate interior reflejado en los ojos, alzó la mano y recorrió
rápidamente mi pómulo con las yemas de los dedos. Su piel estaba tan fría como de
costumbre, pero su roce quemaba.
Se volvió sin decir nada y se alejó rápidamente a grandes pasos.
Entré en el gimnasio, mareada y tambaleándome un poco. Me dejé ir hasta el vestuario,
donde me cambié como en estado de trance, vagamente consciente de que había otras
personas en torno a mí. No fui consciente del todo hasta que empuñé una raqueta. No pesaba
mucho, pero la sentí insegura en mi mano. Vi a algunos chicos de clase mirarme a hurtadillas.
El entrenador Clapp nos ordenó jugar por parejas.
Gracias a Dios, aún quedaban algunos rescoldos de caballerosidad en Mike, que acudió
a mi lado.
— ¿Quieres formar pareja conmigo?
—Gracias, Mike... —hice un gesto de disculpa—. No tienes por qué hacerlo, ya lo
sabes.
—No—te preocupes, me mantendré lejos de tu camino —dijo con una amplia sonrisa.
Algunas veces, era muy fácil que Mike me gustara.
La clase no transcurrió sin incidentes. No sé cómo, con el mismo golpe me las arreglé
para dar a Mike en el hombro y golpearme la cabeza con la raqueta. Pasé el resto de la hora en
el rincón de atrás de la pista, con la raqueta sujeta bien segura detrás de la espalda. A pesar de
estar en desventaja por mi causa, Mike era muy bueno, y ganó él solo tres de los cuatro
partidos. Gracias a él, conseguí un buen resultado inmerecido cuando el entrenador silbó
dando por finalizada la clase.
—Así... —dijo cuando nos alejábamos de la pista.
—Así... ¿qué?
—Tú y Cullen, ¿en? —preguntó con tono de rebeldía. Mi anterior sentimiento de afecto
se disipó.
—No es de tu incumbencia, Mike —le avisé mientras en mi fuero interno maldecía a
Jessica, enviándola al infierno.
—No me gusta —musitó en cualquier caso.
—No tiene por qué —le repliqué bruscamente.
—Te mira como si... —me ignoró y prosiguió—: Te mira como si fueras algo
comestible.
Contuve la histeria que amenazaba con estallar, pero a pesar de mis esfuerzos se me
escapó una risita tonta. Me miró ceñudo. Me despedí con la mano y huí al vestuario.
Me vestí a toda prisa. Un revoloteo más fuerte que el de las mariposas golpeteaba
incansablemente las paredes de mi estómago al tiempo que mi discusión con Mike se
convertía en un recuerdo lejano. Me preguntaba si Edward me estaría esperando o si me
reuniría con él en su coche. ¿Qué iba a ocurrir si su familia estaba ahí? Me invadió una oleada
de pánico. ¿Sabían que lo sabía? ¿Se suponía que sabían que lo sabía, o no?
Salí del gimnasio en ese momento. Había decidido ir a pie hasta casa sin mirar siquiera
al aparcamiento, pero todas mis preocupaciones fueron innecesarias. Edward me esperaba,
apoyado con indolencia contra la pared del gimnasio. Su arrebatador rostro estaba calmado.
Sentí peculiar sensación de alivio mientras caminaba a su lado.
—Hola —musité mientras esbozaba una gran sonrisa.
—Hola —me correspondió con otra deslumbrante—. ¿Cómo te ha ido en gimnasia?
Mi rostro se enfrió un poco.
—Bien —mentí.
— ¿De verdad?
No estaba muy convencido. Desvió levemente la vista y miró por encima del hombro.
Entrecerró los ojos. Miré hacia atrás para ver la espalda de Mike al alejarse.
— ¿Qué pasa? —exigí saber.
Aún tenso, volvió a mirarme.
—Newton me saca de mis casillas.
— ¿No habrás estado escuchando otra vez?
Me aterré. Todo atisbo de mi repentino buen humor se desvaneció.
— ¿Cómo va esa cabeza? —preguntó con inocencia.
— ¡Eres increíble!
Me di la vuelta y me alejé caminando con paso firme hacia el aparcamiento a pesar de
que había descartado dirigirme hacia ese lugar.
Me dio alcance con facilidad.
—Fuiste tú quien mencionaste que nunca te había visto en clase de gimnasia. Eso
despertó mi curiosidad.
No parecía arrepentido, de modo que le ignoré.
Caminamos en silencio —un silencio lleno de vergüenza y furia por mi parte— hacia su
coche, pero tuve que detenerme unos cuantos pasos después, ya que un gentío, todos chicos,
lo rodeaban. Luego, me di cuenta de que no rodeaban al Volvo, sino al descapotable rojo de
Rosalie con un inconfundible deseo en los ojos. Ninguno alzó la vista hacia Edward cuando se
deslizó entre ellos para abrir la puerta. Me encaramé rápidamente al asiento del copiloto,
pasando también inadvertida.
—Ostentoso —murmuró.
— ¿Qué tipo de coche es?
—Un M3.
—No hablo jerga de Car and Driver.
—Es un BMW
Entornó los ojos sin mirarme mientras intentaba salir hacia atrás y no atropellar a
ninguno de los fanáticos del automóvil.
Asentí. Había oído hablar del modelo.
— ¿Sigues enfadada? —preguntó mientras maniobraba con cuidado para salir.
—Muchísimo.
Suspiró.
— ¿Me perdonarás si te pido disculpas?
—Puede... si te disculpas de corazón —insistí—, y prometes no hacerlo otra vez.
Sus ojos brillaron con una repentina astucia.
— ¿Qué te parece si me disculpo sinceramente y accedo a dejarte conducir el sábado?
—me propuso como contraoferta.
Lo sopesé y decidí que probablemente era la mejor oferta que podría conseguir, por lo
que la acepté:
—Hecho.
—Entonces, lamento haberte molestado —durante un prolongado periodo de tiempo,
sus ojos relucieron con sinceridad, causando estragos en mi ritmo cardiaco. Luego, se
volvieron picaros—. A primera hora de la mañana del sábado estaré en el umbral de tu puerta.
—Humm... Que, sin explicación alguna, un Volvo se quede en la carretera no me va a
ser de mucha ayuda con Charlie.
Esbozó una sonrisa condescendiente.
—No tengo intención de llevar el coche.
— ¿Cómo...?
—No te preocupes —me cortó—. Estaré ahí sin coche.
Lo dejé correr. Tenía una pregunta más acuciante.
— ¿Ya es «más tarde»? —pregunté de forma elocuente. El frunció el ceño.
—Supongo que sí.
Mantuve la expresión amable mientras esperaba.
Paró el motor del coche después de aparcarlo detrás del mío. Alcé la vista sorprendida:
habíamos llegado a casa de Charlie, por supuesto. Resultaba más fácil montar con Edward si
sólo le miraba a él hasta concluir el viaje. Cuando volví a levantar la vista, él me
contemplaba, evaluándome con la mirada.
—Y aún quieres saber por qué no puedes verme cazar, ¿no? —parecía solemne, pero
creí atisbar un rescoldo de humor en el fondo de sus ojos.
—Bueno —aclaré—, sobre todo me preguntaba el motivo de tu reacción.
— ¿Te asusté?
Sí. Sin duda, estaba de buen humor.
—No —le mentí, pero no picó.
—Lamento haberte asustado —persistió con una leve sonrisa, pero entonces
desapareció la evidencia de toda broma—. Fue sólo la simple idea de que estuvieras allí
mientras cazábamos.
Se le tensó la mandíbula.
— ¿Estaría mal?
—En grado sumo —respondió apretando los dientes.
— ¿Por...?
Respiró hondo y contempló a través del parabrisas las espesas nubes en movimiento que
descendían hasta quedarse casi al alcance de la mano.
—Nos entregamos por completo a nuestros sentidos cuando cazamos —habló despacio,
a regañadientes—, nos regimos menos por nuestras mentes. Domina sobre todo el sentido del
olfato. Si estuvieras en cualquier lugar cercano cuando pierdo el control de esa manera... —
sacudió la cabeza mientras se demoraba contemplando malhumorado las densas nubes.
Mantuve mi expresión firmemente controlada mientras esperaba que sus ojos me
mirasen para evaluar la reacción subsiguiente. Mi rostro no reveló nada.
Pero nuestros ojos se encontraron y el silencio se hizo más profundo... y todo cambió.
Descargas de la electricidad que había sentido aquella tarde comenzaron a cargar el ambiente
mientras Edward contemplaba mis ojos de forma implacable. No me di cuenta de que no
respiraba hasta que empezó a darme vueltas la cabeza. Cuando rompí a respirar agitadamente,
quebrando la quietud, cerró los ojos.
—Bella, creo que ahora deberías entrar en casa —dijo con voz ronca sin apartar la vista
de las nubes.
Abrí la puerta y la ráfaga de frío polar que irrumpió en el coche me ayudó a despejar la
cabeza. Como estaba medio ida, tuve miedo de tropezar, por lo que salí del coche con sumo
cuidado y cerré la puerta detrás de mí sin mirar atrás. El zumbido de la ventanilla automática
al bajar me hizo darme la vuelta.
— ¿Bella? —me llamó con voz más sosegada.
Se inclinó hacia la ventana abierta con una leve sonrisa en los labios.
— ¿Sí?
—Mañana me toca a mí —afirmó.
— ¿El qué te toca?
Ensanchó la sonrisa, dejando entrever sus dientes relucientes.
—Hacer las preguntas.
Luego se marchó. El coche bajó la calle a toda velocidad y desapareció al doblar la
esquina antes de que ni siquiera hubiera podido poner en orden mis ideas. Sonreí mientras
caminaba hacia la casa. Cuando menos, resultaba obvio que planeaba verme mañana.
Edward protagonizó mis sueños aquella noche, como de costumbre. Pero el clima de mi
inconsciencia había cambiado. Me estremecía con la misma electricidad que había presidido
la tarde, me agitaba y daba vueltas sin cesar, despertándome a menudo. Hasta bien entrada la
noche no me sumí en un sueño agotado y sin sueños.
Al despertar no sólo estaba cansada, sino con los nervios a flor de piel. Me enfundé el
suéter de cuello vuelto y los inevitables jeans mientras soñaba despierta con camisetas de
tirantes y shorts. El desayuno fue el tranquilo y esperado suceso de siempre. Charlie se
preparó unos huevos fritos y yo mi cuenco de cereales. Me preguntaba si se había olvidado de
lo de este sábado, pero respondió a mi pregunta no formulada cuando se levantó para dejar su
plato en el fregadero.
—Respecto a este sábado... —comenzó mientras cruzaba la cocina y abría el grifo.
Me encogí.
— ¿Sí, papá?
— ¿Sigues empeñada en ir a Seattle?
—Ese era el plan.
Hice una mueca mientras deseaba que no lo hubiera mencionado para no tener que
componer cuidadosas medias verdades.
Esparció un poco de jabón sobre el plato y lo extendió con el cepillo.
— ¿Estás segura de que no puedes estar de vuelta a tiempo para el baile?
—No voy a ir al baile, papá.
Le fulminé con la mirada.
— ¿No te lo ha pedido nadie? —preguntó al tiempo que ocultaba su consternación
concentrándose en enjuagar el plato.
Esquivé el campo de minas.
—Es la chica quien elige.
—Ah.
Frunció el ceño mientras secaba el plato.
Sentía simpatía hacia él. Debe de ser duro ser padre y vivir con el miedo a que tu hija
encuentre al chico que le gusta, pero aún más duro el estar preocupado de que no sea así. Qué
horrible sería, pensé con estremecimiento, si Charlie tuviera la más remota idea de qué era
exactamente lo que me gustaba.
Entonces, Charlie se marchó, se despidió con un movimiento de la mano y yo subí las
escaleras para cepillarme los dientes y recoger mis libros. Cuando oí alejarse el coche
patrulla, sólo fui capaz de esperar unos segundos antes de echar un vistazo por la ventana. El
coche plateado ya estaba ahí, en la entrada de coches de la casa.
Bajé las escaleras y salí por la puerta delantera, preguntándome cuánto tiempo duraría
aquella extraña rutina. No quería que acabara jamás.
Me aguardaba en el coche sin aparentar mirarme cuando cerré la puerta de la casa sin
molestarme en echar el pestillo. Me encaminé hacia el coche, me detuve con timidez antes de
abrir la puerta y entré. Estaba sonriente, relajado y, como siempre, perfecto e
insoportablemente guapo.
—Buenos días —me saludó con voz aterciopelada—. ¿Cómo estás hoy?
Me recorrió el rostro con la vista, como si su pregunta fuera algo más que una mera
cortesía.
—Bien, gracias.
Siempre estaba bien, mucho mejor que bien, cuando me hallaba cerca de él. Su mirada
se detuvo en mis ojeras.
—Pareces cansada.
—No pude dormir —confesé, y de inmediato me removí la melena sobre el hombro
preparando alguna medida para ganar tiempo.
—Yo tampoco —bromeó mientras encendía el motor.
Me estaba acostumbrando a ese silencioso ronroneo. Estaba convencida de que me
asustaría el rugido del monovolumen, siempre que llegara a conducirlo de nuevo.
—Eso es cierto —me reí—. Supongo que he dormido un poquito más que tú.
—Apostaría a que sí.
— ¿Qué hiciste la noche pasada?
—No te escapes —rió entre dientes—. Hoy me toca hacer las preguntas a mí.
—Ah, es cierto. ¿Qué quieres saber?
Torcí el gesto. No lograba imaginar que hubiera nada en mi vida que le pudiera resultar
interesante.
— ¿Cuál es tu color favorito? —preguntó con rostro grave.
Puse los ojos en blanco.
—Depende del día.
— ¿Cuál es tu color favorito hoy? —seguía muy solemne.
—El marrón, probablemente.
Solía vestirme en función de mi estado de ánimo. Edward resopló y abandonó su
expresión seria.
— ¿El marrón? —inquirió con escepticismo.
—Seguro. El marrón significa calor. Echo de menos el marrón. Aquí —me quejé—, una
sustancia verde, blanda y mullida cubre todo lo que se suponía que debía ser marrón, los
troncos de los árboles, las rocas, la tierra.
Mi pequeño delirio pareció fascinarle. Lo estuvo pensando un momento sin dejar de
mirarme a los ojos.
—Tienes razón —decidió, serio de nuevo—. El marrón significa calor.
Rápidamente, aunque con cierta vacilación, extendió la mano y me apartó el pelo del
hombro.
Para ese momento ya estábamos en el instituto. Se volvió de espaldas a mí mientras
aparcaba.
— ¿Qué CD has puesto en tu equipo de música? —tenía el rostro tan sombrío como si
me exigiera una confesión de asesinato.
Me di cuenta de que no había quitado el CD que me había regalado Phil. Esbozó una
sonrisa traviesa y un brillo peculiar iluminó sus ojos cuando le dije el nombre del grupo. Tiró
de un saliente hasta abrir el compartimiento de debajo del reproductor de CD del coche,
extrajo uno de los treinta discos que guardaba apretujados en aquel pequeño espacio y me lo
entregó.
— ¿De Debussy a esto? —enarcó una ceja. Era el mismo CD. Examiné la familiar
carátula con la mirada gacha.
El resto del día siguió de forma similar. Me estuvo preguntando cada insignificante
detalle de mi existencia mientras me acompañaba a Lengua, cuando nos reunimos después de
Español, toda la hora del almuerzo. Las películas que me gustaban y las que aborrecía; los
pocos lugares que había visitado; los muchos sitios que deseaba visitar; y libros, libros sin
descanso.
No recordaba la última vez que había hablado tanto. La mayoría de las veces me sentía
cohibida, con la certeza de resultarle aburrida, pero el completo ensimismamiento de su rostro
y el interminable diluvio de preguntas me compelían a continuar. La mayoría eran fáciles,
sólo unas pocas provocaron queme sonrojara, pero cuando esto ocurría, se iniciaba toda una
nueva ronda de preguntas. Me había estado lanzando las preguntas con tanta rapidez que me
sentía como si estuviera completando uno de esos test de Psiquiatría en los que tienes que
contestar con la primera palabra que acude a tu mente. Estoy segura de que habría seguido
con esa lista, cualquiera que fuera, que tenía en la cabeza de no ser porque se percató de mi
repentino rubor.
Cuando me preguntó cuál era mi gema predilecta, sin pensar, me precipité a contestarle
que el topacio. Enrojecí porque, hasta hacía poco, mi favorita era el granate. Era imposible
olvidar la razón del cambio mientras sus ojos me devolvían la mirada y, naturalmente, no
descansaría hasta que admitiera la razón de mi sonrojo.
—Dímelo —ordenó al final, una vez que la persuasión había fracasado, porque yo había
hurtado los ojos a su mirada.
—Es el color de tus ojos hoy —musité, rindiéndome y mirándome las manos mientras
jugueteaba con un mechón de mi cabello—. Supongo que te diría el ónice si me lo
preguntaras dentro de dos semanas.
Le había dado más información de la necesaria en mi involuntaria honestidad, y me
preocupaba haber provocado esa extraña ira que estallaba cada vez que cedía y revelaba con
demasiada claridad lo obsesionada que estaba.
Pero su pausa fue muy corta y lanzó la siguiente pregunta:
— ¿Cuáles son tus flores favoritas?
Suspiré aliviada y proseguí con el psicoanálisis.
Biología volvió a ser un engorro. Edward había continuado con su cuestionario hasta
que el señor Banner entró en el aula arrastrando otra vez el equipo audiovisual. Cuando el
profesor se aproximó al interruptor, me percaté de que Edward alejaba levemente su silla de la
mía. No sirvió de nada. Saltó la misma chispa eléctrica y el mismo e incesante anhelo de
tocarlo, como el día anterior, en cuanto la habitación se quedó a oscuras.
Me recliné en la mesa y apoyé el mentón sobre los brazos doblados. Los dedos ocultos
aferraban el borde de la mesa mientras luchaba por ignorar el estúpido deseo que me
desquiciaba.
No le miraba, temerosa de que fuera mucho más difícil mantener el autocontrol si él me
miraba. Intenté seguir la película con todas mis fuerzas, pero al final de la hora no tenía ni
idea de lo que acababa de ver. Suspiré aliviada cuando el señor Banner encendió las luces y
por fin miré a Edward, que me estaba contemplando con unos ojos que no supe interpretar.
Se levantó en silencio y se detuvo, esperándome. Caminamos hacia el gimnasio sin
decir palabra, como el día anterior, y también me acarició, esta vez con la palma de su gélida
mano, desde la sien a la mandíbula sin despegar los labios... antes de darse la vuelta y
alejarse.
La clase de Educación física pasó rápidamente mientras contemplaba el espectáculo del
equipo unipersonal de bádminton de Mike, que hoy no me dirigía la palabra, ya fuera como
reacción a mi expresión ausente o porque aún seguía enfadado por nuestra disputa del día
anterior. Me sentí mal por ello en algún rincón de la mente, pero no me podía ocupar de él en
ese momento.
Después, me apresuré a cambiarme, incómoda, sabiendo que cuanto más rápido me
moviera, más pronto estaría con Edward. La precipitación me volvió más torpe de lo habitual,
pero al fin salí por la puerta; sentí el mismo alivio al verle esperándome ahí y una amplia
sonrisa se extendió por mi rostro. Respondió con otra antes de lanzarse a nuevas preguntas.
Ahora eran diferentes, aunque no tan fáciles de responder. Quería saber qué echaba de
menos de Phoenix, insistiendo en las descripciones de cualquier cosa que desconociera. Nos
sentamos frente a la casa de Charlie durante horas mientras el cielo oscurecía y nos cayó a
plomo un repentino aguacero.
Intenté describir cosas imposibles como el aroma de la creosota —amargo, ligeramente
resinoso, pero aun así agradable—, el canto fuerte y lastimero de las cigarras en julio, la
liviana desnudez de los árboles, las propias dimensiones del cielo, cuyo azul se extendía de
uno a otro confín en el horizonte sin otras interrupciones que las montañas bajas cubiertas de
purpúreas rocas volcánicas.
Lo más arduo de explicar fue por qué me resultaba tan hermoso aquel lugar y también
justificar una belleza que no dependía de la vegetación espinosa y dispersa, que a menudo
parecía muerta, sino que tenía más que ver con la silueta de la tierra, las cuencas poco
profundas de los valles entre colinas escarpadas y la forma en que conservaban la luz del sol.
Me encontré gesticulando con las manos mientras se lo intentaba describir.
Sus preguntas discretas y perspicaces me dejaron explayarme a gusto y olvidar a la
lúgubre luz de la tormenta la vergüenza por monopolizar la conversación. Al final, cuando
hube acabado dé detallar mi desordenada habitación en Phoenix, hizo una pausa en lugar de
responder con otra cuestión.
— ¿Has terminado? —pregunté con alivio.
—Ni por asomo, pero tu padre estará pronto en casa.
— ¡Charlie! —de repente, recordé su existencia y suspiré. Estudié el cielo oscurecido
por la lluvia, pero no me reveló nada—. ¿Es muy tarde? —me pregunté en voz alta al tiempo
que miraba el reloj. La hora me había pillado por sorpresa. Charlie ya debería de estar
conduciendo de vuelta a casa.
—Es la hora del crepúsculo —murmuró Edward al mirar el horizonte de poniente,
oscurecido como estaba por las nubes.
Habló de forma pensativa, como si su mente estuviera en otro lugar lejano. Le
contemplé mientras miraba fijamente a través del parabrisas. Seguía observándole cuando de
repente sus ojos se volvieron hacia los míos.
—Es la hora más segura para nosotros —me explicó en respuesta a la pregunta no
formulada de mi mirada—. El momento más fácil, pero también el más triste, en cierto
modo... el fin de otro día, el regreso de la noche —sonrió con añoranza—. La oscuridad es
demasiado predecible, ¿no crees?
—Me gusta la noche. Jamás veríamos las estrellas sin la oscuridad —fruncí el entrecejo
—. No es que aquí se vean mucho.
Se rió, y repentinamente su estado de ánimo mejoró.
—Charlie estará aquí en cuestión de minutos, por lo que a menos que quieras decirle
que vas a pasar conmigo el sábado...
Enarcó una ceja.
—Gracias, pero no —reuní mis libros mientras me daba cuenta de que me había
quedado entumecida al permanecer sentada y quieta durante tanto tiempo—. Entonces,
¿mañana me toca a mí?
— ¡Desde luego que no! —Exclamó con fingida indignación—. No te he dicho que
haya terminado, ¿verdad?
— ¿Qué más queda?
—Lo averiguarás mañana.
Extendió una mano para abrirme la puerta y su súbita cercanía hizo palpitar
alocadamente mi corazón.
Pero su mano se paralizó en la manija.
—Mal asunto —murmuró.
— ¿Qué ocurre?
Me sorprendió verle con la mandíbula apretada y los ojos turbados. Me miró por un
instante y me dijo con desánimo:
—Otra complicación.
Abrió la puerta de golpe con un rápido movimiento y, casi encogido, se apartó de mí
con igual velocidad.
El destello de los faros a través de la lluvia atrajo mi atención mientras a escasos metros
un coche negro subía el bordillo, dirigiéndose hacia nosotros.
—Charlie ha doblado la esquina —me avisó mientras vigilaba atentamente al otro
vehículo a través del aguacero.
A pesar de la confusión y la curiosidad, bajé de un salto. El estrépito de la lluvia era
mayor al rebotarme sobre la cazadora.
Quise identificar las figuras del asiento delantero del otro vehículo, pero estaba
demasiado oscuro. Pude ver a Edward a la luz de los faros del otro coche. Aún miraba al
frente, con la vista fija en algo o en alguien a quien yo no podía ver. Su expresión era una
extraña mezcla de frustración y desafío.
Aceleró el motor en punto muerto y los neumáticos chirriaron sobre el húmedo
pavimento. El Volvo desapareció de la vista en cuestión de segundos.
—Hola, Bella —llamó una ronca voz familiar desde el asiento del conductor del
pequeño coche negro.
— ¿Jacob? —pregunté, parpadeando bajo la lluvia.
Sólo entonces dobló la esquina el coche patrulla de Charlie y las luces del mismo
alumbraron a los ocupantes del coche que tenía enfrente de mí.
Jacob ya había bajado. Su amplia sonrisa era visible incluso en la oscuridad. En el
asiento del copiloto se sentaba un hombre mucho mayor, corpulento y de rostro memorable...,
un rostro que se desbordaba, las mejillas llegaban casi hasta los hombros, las arrugas surcaban
la piel rojiza como las de una vieja chaqueta de cuero. Los ojos, sorprendentemente
familiares, parecían al mismo tiempo demasiado jóvenes y demasiado viejos para aquel ancho
rostro. Era el padre de Jacob, Billy Black. Lo supe inmediatamente a pesar de que en los cinco
años transcurridos desde que lo había visto por última vez me las había arreglado para olvidar
su nombre hasta que Charlie lo mencionó el día de mi llegada. Me miraba fijamente,
escrutando mi cara, por lo que le sonreí con timidez. Tenía los ojos desorbitados por la
sorpresa o el pánico y resoplaba por la ancha nariz. Mi sonrisa se desvaneció.
«Otra complicación», había dicho Edward.
Billy seguía mirándome con intensa ansiedad. Gemí en mi fuero interno. ¿Había
reconocido Billy a Edward con tanta facilidad? ¿Creía en las leyendas inverosímiles de las
que se había mofado su hijo?
La respuesta estaba clara en los ojos de Billy. Sí, así era.

CREPUSCULO - INTERROGATORIOS

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INTERROGATORIOS
A la mañana siguiente resultó muy difícil discutir con esa parte de mí que estaba
convencida de que la noche pasada había sido un sueño. Ni la lógica ni el sentido común
estaban de mi lado. Me aferraba a las partes que no podían ser de mi invención, como el olor
de Edward. Estaba segura de que algo así jamás hubiera sido producto de mis propios sueños.
En el exterior, el día era brumoso y oscuro. Perfecto. Edward no tenía razón alguna para
no asistir a clase hoy. Me vestí con ropa de mucho abrigo al recordar que no tenía la cazadora,
otra prueba de que mis recuerdos eran reales.
Al bajar las escaleras, descubrí que Charlie ya se había ido. Era más tarde de lo que
creía. Devoré en tres bocados una barra de muesli acompañada de leche, que bebí a morro del
cartón, y salí a toda prisa por la puerta. Con un poco de suerte, no empezaría a llover hasta
que hubiera encontrado a Jessica.
Había más niebla de lo acostumbrado, el aire parecía impregnado de humo. Su contacto
era gélido cuando se enroscaba a la piel expuesta del cuello y el rostro. No veía el momento
de llegar al calor de mi vehículo. La neblina era tan densa que hasta que no estuve a pocos
metros de la carretera no me percaté de que en ella había un coche, un coche plateado. Mi
corazón latió despacio, vaciló y luego reanudó su ritmo a toda velocidad.
No vi de dónde había llegado, pero de repente estaba ahí, con la puerta abierta para mí.
— ¿Quieres dar una vuelta conmigo hoy? —preguntó, divertido por mi expresión,
sorprendiéndome aún desprevenida.
Percibí incertidumbre en su voz. Me daba a elegir de verdad, era libre de rehusar y una
parte de él lo esperaba. Era una esperanza vana.
—Sí, gracias —acepté e intenté hablar con voz tranquila.
Al entrar en el caluroso interior del coche me di cuenta de que su cazadora color canela
colgaba del reposacabezas del asiento del pasajero. Cerró la puerta detrás de mí y, antes de lo
que era posible imaginar, se sentó a mi lado y arrancó el motor.
—He traído la cazadora para ti. No quiero que vayas a enfermar ni nada por el estilo.
Hablaba con cautela. Me di cuenta de que él mismo no llevaba cazadora, sólo una
camiseta gris de manga larga con cuello de pico. De nuevo, el tejido se adhería a su pecho
musculoso. El que apartara la mirada de aquel cuerpo fue un colosal tributo a su rostro.
—No soy tan delicada —dije, pero me puse la cazadora sobre el vientre e introduje los
brazos en las mangas, demasiado largas, con la curiosidad de comprobar si el aroma podía ser
tan bueno como lo recordaba. Era mejor.
— ¿Ah, no? —me contradijo en voz tan baja que no estuve segura de si quería que lo
oyera.
El vehículo avanzó a toda velocidad entre las calles cubiertas por los jirones de niebla.
Me sentía cohibida. De hecho, lo estaba. La noche pasada todas las defensas estaban bajas...
casi todas. No sabía si seguíamos siendo tan candidos hoy. Me mordí la lengua y esperé a que
hablara él.
Se volvió y me sonrió burlón.
— ¿Qué? ¿No tienes veinte preguntas para hoy?
— ¿Te molestan mis preguntas? —pregunté, aliviada.
—No tanto como tus reacciones.
Parecía bromear, pero no estaba segura. Fruncí el ceño.
— ¿Reaccioné mal?
—No. Ese es el problema. Te lo tomaste todo demasiado bien, no es natural. Eso me
hace preguntarme qué piensas en realidad.
—Siempre te digo lo que pienso de verdad.
—Lo censuras —me acusó.
—No demasiado.
—Lo suficiente para volverme loco.
—No quieres oírlo —mascullé casi en un susurro.
En cuanto pronuncié esas palabras, me arrepentí de haberlo hecho. El dolor de mi voz
era muy débil. Sólo podía esperar que él no lo hubiera notado.
No me respondió, por lo que me pregunté si le había hecho enfadar. Su rostro era
inescrutable mientras entrábamos en el aparcamiento del instituto. Ya tarde, se me ocurrió
algo.
— ¿Dónde están tus hermanos? —pregunté, muy contenta de estar a solas con él, pero
recordando que habitualmente ese coche iba lleno.
—Han ido en el coche de Rosalie —se encogió de hombros mientras aparcaba junto a
un reluciente descapotable rojo con la capota levantada—. Ostentoso, ¿verdad?
—Eh... ¡Caramba! —musité—. Si ella tiene esto, ¿por qué viene contigo?
—Como te he dicho, es ostentoso. Intentamos no desentonar.
—No tenéis éxito. —Me reí y sacudí la cabeza mientras salíamos del coche. Ya no
llegábamos tarde; su alocada conducción me había traído a la escuela con tiempo de sobra—.
Entonces, ¿por qué ha conducido Rosalie hoy si es más ostentoso?
— ¿No lo has notado? Ahora, estoy rompiendo todas las reglas.
Se reunió conmigo delante del coche y permaneció muy cerca de mí mientras
caminábamos hacia el campus. Quería acortar esa pequeña distancia, extender la mano y
tocarle, pero temía que no fuera de su agrado.
— ¿Por qué todos vosotros tenéis coches como ésos si queréis pasar desapercibidos? —
me pregunté en voz alta.
—Un lujo —admitió con una sonrisa traviesa—. A todos nos gusta conducir deprisa.
—Me cuadra —musité.
Con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, Jessica estaba esperando debajo del
saliente del tejado de la cafetería. Sobre su brazo, bendita sea, estaba mi cazadora.
—Eh, Jessica —dije cuando estuvimos a pocos pasos—. Gracias por acordarte.
Me la entregó sin decir nada.
—Buenos días, Jessica —la saludó amablemente Edward. No tenía la culpa de que su
voz fuera tan irresistible ni de lo que sus ojos eran capaces de obrar.
—Eh... Hola —posó sus ojos sobre mí, intentando reunir sus pensamientos dispersos—.
Supongo que te veré en Trigonometría.
Me dirigió una mirada elocuente y reprimí un suspiro. ¿Qué demonios iba a decirle?
—Sí, allí nos vemos.
Se alejó, deteniéndose dos veces para mirarnos por encima del hombro.
— ¿Qué le vas a contar? —murmuró Edward.
— ¡Eh! ¡Creía que no podías leerme la mente! —susurré.
—No puedo —dijo, sobresaltado. La comprensión relució en los ojos de Edward—,
pero puedo leer la suya. Te va a tender una emboscada en clase.
Gemí mientras me quitaba su cazadora y se la entregaba para reemplazarla por la mía.
La dobló sobre su brazo.
—Bueno, ¿qué le vas a decir?
—Una ayudita —supliqué—, ¿qué quiere saber?
Edward negó con la cabeza y esbozó una sonrisa malévola.
—Eso no es elegante.
—No, lo que no es elegante es que no compartas lo que sabes.
Lo estuvo reflexionando mientras andábamos. Nos detuvimos en la puerta de la primera
clase.
—Quiere saber si nos estamos viendo a escondidas, y también qué sientes por mí —dijo
al final.
— ¡Oh, no! ¿Qué debo decirle?
Intenté mantener la expresión más inocente. La gente pasaba a nuestro lado de camino a
clase, probablemente mirando, pero apenas era consciente de su presencia.
—Humm —hizo una pausa para atrapar un mechón suelto que se había escapado del
nudo de mi coleta y lo colocó en su lugar. Mi corazón resopló de hiperactividad—. Supongo
que, si no te importa, le puedes decir que sí a lo primero... Es más fácil que cualquier otra
explicación.
—No me importa —dije con un hilo de voz.
—En cuanto a la pregunta restante... Bueno, estaré a la escucha para conocer la
respuesta.
Curvó una de las comisuras de la boca al esbozar mi sonrisa picara predilecta. Se dio la
vuelta y se alejó.
—Te veré en el almuerzo —gritó por encima del hombro. Las tres personas que
traspasaban la puerta se detuvieron para mirarme.
Colorada e irritada, me apresuré a entrar en clase. ¡Menudo tramposo! Ahora estaba
incluso más preocupada sobre lo que le iba a decir a Jessica. Me senté en mi sitio de siempre
al tiempo que lanzaba la cartera contra el suelo con fastidio.
—Buenos días, Bella —me saludó Mike desde el asiento contiguo. Alcé la vista para
ver el aspecto extraño y resignado de su rostro. ¿Cómo te fue en Port Angeles?
—Fue... —no había una forma sincera de resumirlo—. Estuvo genial —concluí sin
convicción——. Jessica consiguió un vestido estupendo.
— ¿Dijo algo de la noche del lunes? —preguntó con los ojos relucientes. Sonreí ante el
giro que había tomado la conversación.
—Dijo que se lo había pasado realmente bien —le confirmé.
— ¿Seguro? —dijo con avidez.
—Segurísimo.
Entonces, el señor Masón llamó al orden a la clase y nos pidió que entregásemos
nuestros trabajos. Lengua e Historia se pasaron de forma borrosa, mientras yo seguía
preocupada sobre la forma en que iba a explicarle las cosas a Jessica. Me iba costar
muchísimo si Edward estaba escuchando lo que decía a través de los pensamientos de Jessica.
¡Qué inoportuno podía llegar a ser su pequeño don cuando no servía para salvarme la vida!
La niebla se había disuelto hacia el final de la segunda hora, pero el día seguía oscuro,
con nubes bajas y opresivas. Le sonreí al cielo.
Edward estaba en lo cierto, por supuesto. Jessica se sentaba en la fila de atrás cuando
entré en clase de Trigonometría, casi botando fuera del asiento de pura agitación. Me senté a
su lado con renuencia mientras me intentaba convencer a mí misma de que sería mejor zanjar
el asunto lo antes posible.
— ¡Cuéntamelo todo! —me ordenó antes de que me sentara.
— ¿Qué quieres saber? —intenté salirme por la tangente.
— ¿Qué ocurrió anoche?
—Me llevó a cenar y luego me trajo a casa.
Me miró con una forzada expresión de escepticismo.
— ¿—Cómo llegaste a casa tan pronto?
—Conduce como un loco —esperaba que oyera eso—. Fue aterrador.
— ¿Fue como una cita? ¿—Le habías dicho que os reunierais allí?
No había pensado en eso.
—No... Me sorprendió mucho verle en Forks.
Contrajo los labios contrariada ante la manifiesta sinceridad de mi voz.
—Pero él te ha recogido hoy para traerte a clase... —me sondeó.
—Sí, eso también ha sido una sorpresa. Se dio cuenta de que la noche pasada no tenía la
cazadora —le expliqué.
—Así que... ¿vais a salir otra vez?
—Se ofreció a llevarme a Seattle el sábado, ya que cree que mi coche no es demasiado
fiable. ¿Eso cuenta?
—Sí —asintió.
—Bueno, entonces, sí.
—V—a—y—a —magnificó la palabra hasta hacerla de cuatro sílabas—. Edward
Cullen.
—Lo sé —admití. «Vaya» ni siquiera se acercaba.
— ¡Aguarda! —alzó las manos con las palmas hacia mí como si estuviera deteniendo el
tráfico—. ¿Te ha besado?
—No —farfullé—. No es de ésos.
Pareció decepcionada, y estoy segura de que yo también.
— ¿Crees que el sábado...? —alzó las cejas.
—Lo dudo, de verdad.
Oculté muy mal el descontento de mi voz.
— ¿Sobre qué hablasteis? —me susurró, presionándome en busca de más información.
La clase había comenzado, pero el señor Varner no prestaba demasiada atención y no éramos
las únicas que seguíamos hablando.
—No sé, Jess, de un montón de cosas —le respondí en susurros—. Hablamos un poco
del trabajo de Literatura.
Muy, muy poco, creo que él lo mencionó de pasada.
—Por favor, Bella —imploró—. Dame algunos detalles.
—Bueno... De acuerdo. Tengo uno. Deberías haber visto a la camarera flirteando con él.
Fue una pasada, pero él no le prestó ninguna atención.
A ver qué puede hacer Edward con eso.
—Eso es buena señal —asintió—. ¿Era guapa?
—Mucho, y probablemente tendría diecinueve o veinte años.
—Mejor aún. Debes de gustarle.
—Eso creo, pero resulta difícil de saber —suspirando, añadí en beneficio de Edward—.
Es siempre tan críptico...
—No sé cómo has tenido suficiente valor para estar a solas con él —musitó.
— ¿Por qué?
Me sorprendí, pero ella no comprendió mi reacción.
—Intimida tanto... Yo no sabría qué decirle.
Hizo una mueca, probablemente al recordar esta mañana o la pasada noche, cuando él
empleó la aplastante fuerza de sus ojos sobre ella.
—Cometo algunas incoherencias cuando estoy cerca de él —admití.
—Oh, bueno. Es increíblemente guapo.
Jessica se encogió de hombros, como si eso excusara cualquier fallo, lo cual, en su
opinión, probablemente fuera así.
—El es mucho más que eso.
— ¿De verdad? ¿Como qué?
Quise haberlo dejado correr casi tanto como esperaba que se lo tomara a broma cuando
se enterara.
—No te lo puedo explicar ahora, pero es incluso más increíble detrás del rostro.
El vampiro que quería ser bueno, que corría a salvar vidas, ya que así no sería un
monstruo... Miré hacia la parte delantera de la clase.
— ¿Es eso posible?—dijo entre risitas.
La ignoré, intentando aparentar que prestaba atención al señor Varner.
—Entonces, ¿te gusta?
No se iba a dar por vencida.
—Sí —respondí de forma cortante.
—Me refiero a que si te gusta de verdad —me apremió.
—Sí ——dije de nuevo, sonrojándome.
Esperaba que ese detalle no se registrara en los pensamientos de Jessica. Las respuestas
monosilábicas le iban a tener que bastar.
— ¿Cuánto te gusta?
—Demasiado —le repliqué en un susurro—, más de lo que yo le gusto a él, pero no veo
la forma de evitarlo.
Solté un suspiro. Un sonrojo enmascaró el siguiente. Entonces, por fortuna, el señor
Varner le hizo a Jessica una pregunta.
No tuvo oportunidad de continuar con el tema durante la clase y en cuanto sonó el
timbre inicié una maniobra de evasión.
—En Lengua, Mike me ha preguntado si me habías dicho algo sobre la noche del lunes
—le dije.
— ¡Estás de guasa! ¡¿Qué le dijiste?! —exclamó con voz entrecortada, desviada por
completo su atención del asunto.
— ¡Dime exactamente qué dijo y cuál fue tu respuesta palabra por palabra!
Nos pasamos el resto del camino diseccionando la estructura de las frases y la mayor
parte de la clase de español con una minuciosa descripción de las expresiones faciales de
Mike. No hubiera estirado tanto el tema de no ser porque me preocupaba convertirme de
nuevo en el tema de la conversación.
Entonces sonó el timbre del almuerzo. El hecho de que me levantara de un salto de la
silla y guardase precipitadamente los libros en la mochila con expresión animada, debió de
suponer un indicio claro para Jessica, que comentó:
—Hoy no te vas a sentar con nosotros, ¿verdad?
—Creo que no.
No estaba segura de que no fuera a desaparecer inoportunamente otra vez. Pero Edward
me esperaba a la salida de nuestra clase de Español, apoyado contra la pared; se parecía a un
dios heleno más de lo que nadie debería tener derecho. Jessica nos dirigió una mirada, puso
los ojos en blanco y se marchó.
—Te veo luego, Bella —se despidió, con una voz llena de implicaciones. Tal vez
debería desconectar el timbre del teléfono.
—Hola —dijo Edward con voz divertida e irritada al mismo tiempo. Era obvio que
había estado escuchando.
—Hola.
No se me ocurrió nada más que decir y él no habló —a la espera del momento
adecuado, presumí—, por lo que el trayecto a la cafetería fue un paseo en silencio. El entrar
con Edward en el abigarrado flujo de gente a la hora del almuerzo se pareció mucho a mi
primer día: todos me miraban.
Encabezó el camino hacia la cola, aún sin despegar los labios, a pesar de que sus ojos
me miraban cada pocos segundos con expresión especulativa. Me parecía que la irritación iba
venciendo a la diversión como emoción predominante en su rostro. Inquieta, jugueteé con la
cremallera de la cazadora.
Se dirigió al mostrador y llenó de comida una bandeja.
— ¿Qué haces? —objeté—. ¿No irás a llevarte todo eso para mí?
Negó con la cabeza y se adelantó para pagar la comida.
—La mitad es para mí, por supuesto.
Enarqué una ceja.
Me condujo al mismo lugar en el que nos habíamos sentado la vez anterior. En el
extremo opuesto de la larga mesa, un grupo de chicos del último curso nos miraron
anonadados cuando nos sentamos uno frente a otro. Edward parecía ajeno a este hecho.
—Toma lo que quieras —dijo, empujando la bandeja hacia mí.
—Siento curiosidad —comenté mientras elegía una manzana y la hacía girar entre las
manos—, ¿qué harías si alguien te desafiara a comer?
—Tú siempre sientes curiosidad.
Hizo una mueca y sacudió la cabeza. Me observó fijamente, atrapando mi mirada,
mientras alzaba un pedazo de pizza de la bandeja, se la metía en la boca de una sola vez, la
masticaba rápidamente y se la tragaba. Lo miré con los ojos abiertos como platos.
—Si alguien te desafía a tragar tierra, puedes, ¿verdad? —preguntó con
condescendencia.
Arrugué la nariz.
—Una vez lo hice... en una apuesta —admití—. No fue tan malo.
Se echó a reír.
—Supongo que no me sorprende.
Algo por encima de mi hombro pareció atraer su atención.
—Jessica está analizando todo lo que hago. Luego, lo montará y desmontará para ti.
Empujó hacia mí el resto de la pizza. La mención de Jessica devolvió a su semblante
una parte de su antigua irritación. Dejé la manzana y mordí la pizza, apartando la vista, ya que
sabía que Edward estaba a punto de comenzar.
— ¿De modo que la camarera era guapa? —preguntó de forma casual.
— ¿De verdad que no te diste cuenta?
—No. No prestaba atención. Tenía muchas cosas en la cabeza.
—Pobre chica.
Ahora podía permitirme ser generosa.
—Algo de lo que le has dicho a Jessica..., bueno..., me molesta.
Se negó a que le distrajera y habló con voz ronca mientras me miraba con ojos de
preocupación a través de sus largas pestañas.
—No me sorprende que oyeras algo que te disgustara. Ya sabes lo que se dice de los
cotillas —le recordé.
—Te previne de que estaría a la escucha.
—Y yo de que tú no querrías saber todo lo que pienso.
—Lo hiciste —concedió, todavía con voz ronca—, aunque no tienes razón exactamente.
Quiero saber todo lo que piensas... Todo. Sólo que desearía que no pensaras algunas cosas.
Fruncí el ceño.
—Esa es una distinción importante.
—Pero, en realidad, ése no es el tema por ahora.
—Entonces, ¿cuál es?
En ese momento, nos inclinábamos el uno hacia el otro sobre la mesa. Su barbilla
descansaba sobre las alargadas manos blancas; me incliné hacia delante apoyada en el hueco
de mi mano. Tuve que recordarme a mí misma que estábamos en un comedor abarrotado,
probablemente con muchos ojos curiosos fijos en nosotros. Resultaba demasiado fácil dejarse
envolver por nuestra propia burbuja privada, pequeña y tensa.
— ¿De verdad crees que te interesas por mí más que yo por ti? —murmuró,
inclinándose más cerca mientras hablaba traspasándome con sus relucientes ojos negros.
Intenté acordarme de respirar. Tuve que desviar la mirada para recuperarme.
—Lo has vuelto a hacer —murmuré.
Abrió los ojos sorprendido.
— ¿El qué?
—Aturdirme —confesé. Intenté concentrarme cuando volví a mirarlo.
—Ah —frunció el ceño.
—No es culpa tuya —suspiré—. No lo puedes evitar.
— ¿Vas a responderme a la pregunta?
—Si.
— ¿Sí me vas a responder o sí lo piensas de verdad?
Se irritó de nuevo.
—Sí, lo pienso de verdad.
Fijé los ojos en la mesa, recorriendo la superficie de falso veteado. El silencio se
prolongó.
Con obstinación, me negué a ser la primera en romperlo, luchando con todas mis
fuerzas contra la tentación de atisbar su expresión.
—Te equivocas —dijo al fin con suave voz aterciopelada. Alcé la mirada y vi que sus
ojos eran amables.
—Eso no lo puedes saber —discrepé en un cuchicheo. Negué con la cabeza en señal de
duda; aunque mi corazón se agitó al oír esas palabras, pero no las quise creer con tanta
facilidad.
— ¿Qué te hace pensarlo?
Sus ojos de topacio líquido eran penetrantes, se suponía que intentaban, sin éxito,
obtener directamente la verdad de mi mente.
Le devolví la mirada al tiempo que me esforzaba por pensar con claridad, a pesar de su
rostro, para hallar alguna forma de explicarme. Mientras buscaba las palabras, le vi
impacientarse. Empezó a fruncir el ceño, frustrado por mi silencio. Quité la mano de mi
cuello y alcé un dedo.
—Déjame pensar —insistí.
Su expresión se suavizó, ahora satisfecho de que estuviera pensando una respuesta. Dejé
caer la mano en la mesa y moví la mano izquierda para juntar ambas. Las contemplé mientras
entrelazaba y liberaba los dedos hasta que al final hablé:
—Bueno, dejando a un lado lo obvio, en algunas ocasiones... —vacilé—. No estoy
segura, yo no puedo leer mentes, pero algunas veces parece que intentas despedirte cuando
estás diciendo otra cosa.
No supe resumir mejor la sensación de angustia que a veces me provocaban sus
palabras.
—Muy perceptiva —susurró. Y mi angustia surgió de nuevo cuando confirmó mis
temores—, aunque por eso es por lo que te equivocas —comenzó a explicar, pero entonces
entrecerró los ojos—. ¿A qué te refieres con «lo obvio»?
—Bueno, mírame —dije, algo innecesario puesto que ya lo estaba haciendo—. Soy
absolutamente normal; bueno, salvo por todas las situaciones en que la muerte me ha pasado
rozando y por ser una inútil de puro torpe. Y mírate a ti.
Lo señalé con un gesto de la mano, a él y su asombrosa perfección. La frente de Edward
se crispó de rabia durante un momento para suavizarse luego, cuando su mirada adoptó un
brillo de comprensión.
—Nadie se ve a sí mismo con claridad, ya sabes. Voy a admitir que has dado en el clavo
con los defectos —se rió entre dientes de forma sombría—, pero no has oído lo que pensaban
todos los chicos de esta escuela el día de tu llegada.
—No me lo creo... —murmuré para mí y parpadeé, atónita.
—Confía en mí por esta vez, eres lo opuesto a lo normal.
Mi vergüenza fue mucho más intensa que el placer ante la mirada procedente de sus
ojos mientras pronunciaba esas palabras. Le recordé mi argumento original rápidamente:
—Pero yo no estoy diciendo adiós —puntualicé.
— ¿No lo ves? Eso demuestra que tengo razón. Soy quien más se preocupa, porque si
he de hacerlo, si dejarlo es lo correcto —enfatizó mientras sacudía la cabeza, como si luchara
contra esa idea—, sufriré para evitar que resultes herida, para mantenerte a salvo.
Le miré fijamente.
— ¿Acaso piensas que yo no haría lo mismo?
—Nunca vas a tener que efectuar la elección.
Su impredecible estado de ánimo volvió a cambiar bruscamente y una sonrisa traviesa e
irresistible le cambió las facciones.
—Por supuesto, mantenerte a salvo se empieza a parecer a un trabajo a tiempo completo
que requiere de mi constante presencia.
—Nadie me ha intentado matar hoy —le recordé, agradecida por abordar un tema más
liviano.
No quería que hablara más de despedidas. Si tenía que hacerlo, me suponía capaz de
ponerme en peligro a propósito para retenerlo cerca de mí. Desterré ese pensamiento antes de
que sus rápidos ojos lo leyeran en mi cara. Esa idea me metería en un buen lío.
—Aún —agregó.
—Aún —admití. Se lo hubiera discutido, pero ahora quería que estuviera a la espera de
desastres.
—Tengo otra pregunta para ti ——dijo con rostro todavía despreocupado.
—Dispara.
— ¿Tienes que ir a Seattle este sábado de verdad o es sólo una excusa para no tener que
dar una negativa a tus admiradores?
Hice una mueca ante ese recuerdo.
—Todavía no te he perdonado por el asunto de Tyler, ya sabes —le previne—. Es culpa
tuya que se haya engañado hasta creer que le voy a acompañar al baile de gala.
—Oh, hubiera encontrado la ocasión para pedírtelo sin mi ayuda. En realidad, sólo
quería ver tu cara —se rió entre dientes. Me hubiera enfadado si su risa no hubiera sido tan
fascinante. Sin dejar de hacerlo, me preguntó—: Si te lo hubiera pedido, ¿me hubieras
rechazado?
—Probablemente, no —admití—, pero lo hubiera cancelado después, alegando una
enfermedad o un tobillo torcido.
Se quedó extrañado.
— ¿Por qué?
Moví la cabeza con tristeza.
—Supongo que nunca me has visto en gimnasia, pero creía que tú lo entenderías.
— ¿Te refieres al hecho de que eres incapaz de caminar por una superficie plana y
estable sin encontrar algo con lo que tropezar?
—Obviamente.
—Eso no sería un problema —estaba muy seguro—. Todo depende de quién te lleve al
bailar —vio que estaba a punto de protestar y me cortó—. Pero aún no me has contestado...
¿Estás decidida a ir a Seattle o te importaría que fuéramos a un lugar diferente?
En cuanto utilizó el plural, no me preocupé de nada más.
—Estoy abierta a sugerencias —concedí—, pero he de pedirte un favor.
Me miró con precaución, como hacía siempre que formulaba una pregunta abierta.
— ¿Cuál?
— ¿Puedo conducir?
Frunció el ceño.
— ¿Por qué?
—Bueno, sobre todo porque cuando le dije a Charlie que me iba a Seattle, me preguntó
concretamente si viajaba sola, como así era en ese momento. Probablemente, no le mentiría si
me lo volviera a preguntar, pero dudo que lo haga de nuevo, y dejar el coche enfrente de la
casa sólo sacaría el tema a colación de forma innecesaria. Y además, porque tu manera de
conducir me asusta.
Puso los ojos en blanco.
—De todas las cosas por las que te tendría que asustar, a ti te preocupa mi conducción
—movió la cabeza con desagrado, pero luego volvió a ponerse serio—. ¿No le quieres decir a
tu padre que vas a pasar el día conmigo?
En su pregunta había un trasfondo que no comprendí.
—Con Charlie, menos es siempre más —en eso me mostré firme—. De todos modos,
¿adonde vamos a ir?
—Va a hacer buen tiempo, por lo que estaré fuera de la atención pública y podrás estar
conmigo si así lo quieres.
Otra vez me dejaba la alternativa de elegir.
— ¿Y me enseñarás a qué te referías con lo del sol? —pregunté, entusiasmada por la
idea de desentrañar otra de las incógnitas.
—Sí —sonrió y se tomó un tiempo—. Pero si no quieres estar a solas conmigo, seguiría
prefiriendo que no fueras a Seattle tú sola. Me estremezco al pensar con qué problemas te
podrías encontrar en una ciudad de ese tamaño.
Me ofendí.
—Sólo en población, Phoenix es tres veces mayor que Seattle. En tamaño físico...
—Pero al parecer —me interrumpió— en Phoenix no te había llegado la hora, por lo
que preferiría que permanecieras cerca de mí.
Sus ojos adquirieron de nuevo ese toque de desleal seducción. No conseguí debatir ni
con la vista ni con los argumentos lo que, de todos modos, era un punto discutible.
—No me importa estar a solas contigo cuando suceda.
—Lo sé —suspiró con gesto inquietante—. Pero se lo deberías contar a Charlie.
— ¿Por qué diablos iba a hacer eso?
Sus ojos relampaguearon con súbita fiereza.
—Para darme algún pequeño incentivo para que te traiga de vuelta.
Tragué saliva, pero, después de pensármelo un momento, estuve segura:
—Creo que me arriesgaré.
Resopló con enojo y desvió la mirada.
—Hablemos de cualquier otra cosa —sugerí.
— ¿De qué quieres hablar? —preguntó, todavía sorprendido.
Miré a nuestro alrededor para asegurarme de que nadie nos podía oír. Mientras paseaba
la mirada por el comedor, observé los ojos de la hermana de Edward, Alice, que me miraba
fijamente, mientras que el resto le miraba a él. Desvié la mirada rápidamente, miré a Edward,
y le pregunté lo primero que se me pasó por la cabeza.
— ¿Por qué te fuiste a ese lugar, Gota Rocas, el último fin de semana? ¿Para cazar?
Charlie dijo que no era un buen lugar para ir de acampada a causa de los osos.
Me miró fijamente, como si estuviera pasando por alto lo evidente.
— ¿Osos? —pregunté entonces de forma entrecortada; él esbozó una sonrisa burlona—.
Ya sabes, no estamos en temporada de osos —añadí con severidad para ocultar mi sorpresa.
—Si lees con cuidado, verás que las leyes recogen sólo la caza con armas—me informó.
Me contempló con regocijo mientras lo asimilaba lentamente.
— ¿Osos? —repetí con dificultad.
—El favorito de Emmett es el oso pardo —dijo a la ligera, pero sus ojos escrutaban mi
reacción. Intenté recobrar la compostura.
— ¡Humm! —musité mientras tomaba otra porción de pizza como pretexto para bajar
los ojos. La mastiqué muy despacio, y luego bebí un largo trago de refresco sin alzar la
mirada.
—Bueno —dije después de un rato, mis ojos se encontraron con los suyos, ansiosos.
— ¿Cuál es tu favorito?
Enarcó una ceja y sus labios se curvaron con desaprobación.
—El puma.
—Ah —comenté con un tono de amable desinterés mientras volvía a tomar CocaCola.
—Por supuesto —dijo imitando mi tono—, debemos tener cuidado para no causar un
impacto medioambiental desfavorable con una caza imprudente. Intentamos concentrarnos en
zonas con superpoblación de depredadores... Y nos alejamos tanto como sea necesario. Aquí
siempre hay ciervos y alces —sonrió con socarronería—. Nos servirían, pero ¿qué diversión
puede haber en eso?
—Claro, qué diversión —murmuré mientras daba otro mordisco a la pizza.
—El comienzo de la primavera es la estación favorita de Emmett para cazar al oso —
sonrió como si recordara alguna broma—. Acaban de salir de la hibernación y se muestran
mucho más irritables.
—No hay nada más divertido que un oso pardo irritado —admití, asintiendo.
Se rió con disimulo y movió la cabeza.
—Dime lo que realmente estás pensando, por favor.
—Me lo intento imaginar, pero no puedo —admití—. ¿Cómo cazáis un oso sin armas?
—Oh, las tenemos —exhibió sus relucientes dientes con una sonrisa breve y
amenazadora. Luché para reprimir un escalofrío que me delatara—, sólo que no de la clase
que se contempló al legislar las leyes de caza. Si has visto atacar a un oso en la televisión,
tendrías que poder visualizar cómo caza Emmett.
No pude evitar el siguiente escalofrío que bajó por mi espalda. Miré a hurtadillas a
Emmett, al otro extremo de la cafetería, agradecida de que no estuviera mirando en mi
dirección. De alguna manera, los prominentes músculos que envolvían sus brazos y su torso
ahora resultaban más amenazantes.
Edward siguió la dirección de mi mirada y soltó una suave risa.
Le miré, enervada.
— ¿También tú te pareces a un oso? —pregunté con un hilo de voz.
—Más al puma, o eso me han dicho —respondió a la ligera—. Tal vez nuestras
preferencias sean significativas.
Intenté sonreír.
—Tal vez —repetí, pero tenía la mente rebosante de imágenes contrapuestas que no
conseguía unir—, ¿es algo que podría llegar a ver?
— ¡Absolutamente no!
Su cara se tornó aún más lívida de lo habitual y de repente su mirada era furiosa. Me
eché hacia atrás, sorprendida —y asustada, aunque jamás lo admitiría— por su reacción. El
hizo lo mismo y cruzó los brazos a la altura del pecho.
— ¿Demasiado aterrador para mí? —le pregunté cuando recuperé el control de mi voz.
—Si fuera eso, te sacaría fuera esta noche —dijo con voz tajante—. Necesitas una
saludable dosis de miedo. Nada te podría sentar mejor.
—Entonces, ¿por qué? —le insté, ignorando su expresión enojada.
Me miró fijamente durante más de un minuto y al final dijo:
—Más tarde —se incorporó ágilmente—. Vamos a llegar con retraso.
Miré a mí alrededor, sorprendida de ver que tenía razón: la cafetería estaba casi vacía.
Cuando estaba a su lado, el tiempo y el espacio se desdibujaban de tal manera que
perdía la noción de ambos. Me incorporé de un salto mientras recogía la mochila, colgada del
respaldo de la silla.
—En tal caso, más tarde —admití.
No lo iba a olvidar.

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Ps 3a9

Graxias por Visitar nuestro blog, la galeria todavia esta en proceso pero ya pueden pasar a ver varias de las fotos ....

Editado x :
--->>Berenice http://www.metroflog.com/3a9
<<--Irene http://www.metroflog.com/Manicherita
--->>Katty http://www.metroflog.com/i_love_crepuscul0o
--->>Samara http://www.metroflog.com/-_SamiiCullen_-
<<-- Laura http://www.metroflog.com/lau-hb

Tu Idioma

Una extensa explicación se puede encontrar http://www.alsosprachzamolxis.com/2008/10/11-limbi-in-plus-in-widgetul-de.html única condición es dejar el marcador intacto, como se visible .-->


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Hecho por: Berenice
Plantilla por: Compartidisimo;