lunes, 15 de marzo de 2010

CREPUSCULO - PESADILLA

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PESADILLA
Le dije a Charlie que tenía un montón de deberes pendientes y ningún apetito. Había un
partido de baloncesto que lo tenía entusiasmado, aunque, por supuesto, yo no tenía ni idea de
por qué era especial, así que no se percató de nada inusual en mi rostro o en mi voz.
Una vez en mi habitación, cerré la puerta. Registré el escritorio hasta encontrar mis
viejos cascos y los conecté a mi pequeño reproductor de CD. Elegí un disco que Phil me había
regalado por Navidad. Era uno de sus grupos predilectos, aunque, para mi gusto, gritaban
demasiado y abusaba un poco del bajo. Lo introduje en el reproductor y me tendí en la cama.
Me puse los auriculares, pulsé el botón play y subí el volumen hasta que me dolieron los
oídos. Cerré los ojos, pero la luz aún me molestaba, por lo que me puse una almohada encima
del rostro. Me concentré con mucha atención en la música, intentando comprender las letras,
desenredarlas entre el complicado golpeteo de la batería. La tercera vez que escuché el CD
entero, me sabía al menos la letra entera de los estribillos. Me sorprendió descubrir que,
después de todo, una vez que conseguí superar el ruido atronador, el grupo me gustaba. Tenía
que volver a darle las gracias a Phil.
Y funcionó. Los demoledores golpes me impedían pensar, que era el objetivo final del
asunto. Escuché el CD una y otra vez hasta que canté de cabo a rabo todas las canciones y al
fin me dormí.
Abrí los ojos en un lugar conocido. En un rincón de mi conciencia sabía que estaba
soñando. Reconocí el verde fulgor del bosque y oí las olas batiendo las rocas en algún lugar
cercano. Sabía que podría ver el sol si encontraba el océano. Intenté seguir el sonido del mar,
pero entonces Jacob Black estaba allí, tiraba de mi mano, haciéndome retroceder hacia la
parte más sombría del bosque.
— ¿Jacob? ¿Qué pasa? —pregunté. Había pánico en su rostro mientras tiraba de mí con
todas sus fuerzas para vencer mi resistencia, pero yo no quería entrar en la negrura.
— ¡Corre, Bella, tienes que correr! —susurró aterrado.
— ¡Por aquí, Bella! ——reconocí la voz que me llamaba desde el lúgubre corazón del
bosque; era la de Mike, aunque no podía verlo.
— ¿Por qué? —pregunté mientras seguía resistiéndome a la sujeción de Jacob,
desesperada por encontrar el sol.
Pero Jacob, que de repente se convulsionó, soltó mi mano y profirió un grito para luego
caer sobre el suelo del bosque oscuro. Se retorció bruscamente sobre la tierra mientras yo lo
contemplaba aterrada.
— ¡Jacob! —chillé.
Pero él había desaparecido y lo había sustituido un gran lobo de ojos negros y pelaje de
color marrón rojizo. El lobo me dio la espalda y se alejó, encaminándose hacia la costa con el
pelo del dorso erizado, gruñendo por lo bajo y enseñando los colmillos.
— ¡Corre, Bella! —volvió a gritar Mike a mis espaldas, pero no me di la vuelta. Estaba
contemplando una luz que venía hacia mí desde la playa.
Y en ese momento Edward apareció caminando muy deprisa de entre los árboles, con la
piel brillando tenuemente y los ojos negros, peligrosos. Alzó una mano y me hizo señas para
que me acercara a él. El lobo gruñó a mis pies.
Di un paso adelante, hacia Edward. Entonces, él sonrió. Tenía dientes afilados y
puntiagudos.
—Confía en mí —ronroneó.
Avancé un paso más.
El lobo recorrió de un salto el espacio que mediaba entre el vampiro y yo, buscando la
yugular con los colmillos.
— ¡No! —grité, levantando de un empujón la ropa de la cama.
El repentino movimiento hizo que los cascos tiraran el reproductor de CD de encima de
la mesilla. Resonó sobre el suelo de madera.
La luz seguía encendida. Totalmente vestida y con los zapatos puestos, me senté sobre
la cama. Desorientada, eché un vistazo al reloj de la cómoda. Eran las cinco y media de la
madrugada.
Gemí, me dejé caer de espaldas y rodé de frente. Me quité las botas a puntapiés, aunque
me sentía demasiado incómoda para conseguir dormirme. Volví a dar otra vuelta y desabotoné
los vaqueros, sacándomelos a tirones mientras intentaba permanecer en posición horizontal.
Sentía la trenza del pelo en la parte posterior de la cabeza, por lo que me ladeé, solté la goma
y la deshice rápidamente con los dedos. Me puse la almohada encima de los ojos.
No sirvió de nada, por supuesto. Mi subconsciente había sacado a relucir exactamente
las imágenes que había intentado evitar con tanta desesperación. Ahora iba a tener que
enfrentarme a ellas.
Me incorporé, la cabeza me dio vueltas durante un minuto mientras la circulación fluía
hacia abajo. Lo primero es lo primero, me dije a mí misma, feliz de retrasar el asunto lo
máximo posible. Tomé mi neceser.
Sin embargo, la ducha no duró tanto como yo esperaba. Pronto no tuve nada que hacer
en el cuarto de baño, incluso a pesar de haberme tomado mi tiempo para secarme el pelo con
el secador. Crucé las escaleras de vuelta a mi habitación envuelta en una toalla. No sabía si
Charlie aún dormía o si se había marchado ya. Fui a la ventana a echar un vistazo y vi que el
coche patrulla no estaba. Se había ido a pescar otra vez.
Me puse lentamente el chándal más cómodo que tenía y luego arreglé la cama, algo que
no hacía jamás. Ya no podía aplazarlo más, por lo que me dirigí al escritorio y encendí el viejo
ordenador.
Odiaba utilizar Internet en Forks. El módem estaba muy anticuado, tenía un servicio
gratuito muy inferior al de Phoenix, de modo que, viendo que tardaba tanto en conectarse,
decidí servirme un cuenco de cereales entretanto.
Comí despacio, masticando cada bocado con lentitud. Al terminar, lavé el cuenco y la
cuchara, los sequé y los guardé. Arrastré los pies escaleras arriba y lo primero de todo recogí
del suelo el reproductor de CD y lo situé en el mismo centro de la mesa. Desconecté los
cascos y los guardé en un cajón del escritorio. Luego volví a poner el mismo disco a un
volumen lo bastante bajo para que sólo fuera música de fondo.
Me volví hacia el ordenador con otro suspiro. La pantalla estaba llena de popups de
anuncios y comencé a cerrar todas las ventanitas. Al final me fui a mi buscador favorito, cerré
unos cuantos popups más, y tecleé una única palabra.
Vampiro.
Fue de una lentitud que me sacó de quicio, por supuesto. Había mucho que cribar
cuando aparecieron los resultados. Todo cuanto concernía a películas, series televisivas,
juegos de rol, música undergroundy compañías de productos cosméticos góticos. Entonces
encontré un sitio prometedor: «Vampiros, de la A a la Z». Esperé con impaciencia a que el
navegador cargara la página, haciendo clic rápidamente en cada anuncio que surgía en la
pantalla para cerrarlo. Finalmente, la pantalla estuvo completa: era una página simple con
fondo blanco y texto negro, de aspecto académico. La página de inicio me recibió con dos
citas.
No hay en todo el vasto y oscuro mundo de espectros y demonios ninguna criatura tan
terrible, ninguna tan temida y aborrecida, y aun así aureolada por una aterradora fascinación,
como el vampiro, que en sí mismo no es espectro ni demonio, pero comparte con ellos su
naturaleza oscura y posee las misteriosas y terribles cualidades de ambos.
Reverendo Montague Summers
Si hay en este mundo un hecho bien autenticado, ése es el de los vampiros. No le falta
de nada: informes oficiales, declaraciones juradas de personajes famosos, cirujanos,
sacerdotes y magistrados. Las pruebas judiciales son de lo más completas, y aun así, ¿hay
alguien que crea en vampiros?
Rousseau
El resto del sitio consistía en un listado alfabético de los diferentes mitos de los
vampiros por todo el mundo. El primero en el que hice clic fue el danag, un vampiro filipino a
quien se suponía responsable de la plantación de taro en las islas mucho tiempo atrás. El mito
aseguraba que los danag trabajaron con los hombres durante muchos años, pero la
colaboración finalizó el día en que una mujer se cortó el dedo y un danag lamió la herida, ya
que disfrutó tanto del sabor de la sangre que la desangró por completo.
Leí con atención las descripciones en busca de algo que me resultara familiar, dejando
sólo lo verosímil. Parecía que la mayoría de los mitos sobre los vampiros se concentraban en
reflejar a hermosas mujeres como demonios y a los niños como víctimas. También parecían
estructuras creadas para explicar la alta tasa de mortalidad infantil y proporcionar a los
hombres una coartada para la infidelidad. En muchas de las historias se mezclaban espíritus
incorpóreos y admoniciones contra los entierros realizados incorrectamente. No había mucho
que guardara parecido con las películas que había visto, y sólo a unos pocos, como el estrie
hebreo y el upier polaco, les preocupaba el beber sangre.
Sólo tres entradas atrajeron de verdad mi atención: el rumano varacolaci, un poderoso
no muerto que podía aparecerse como un hermoso humano de piel pálida, el eslovaco nelapsi,
una criatura de tal fuerza y rapidez que era capaz de masacrar toda una aldea en una sola hora
después de la medianoche, y otro más, el stregoni benefici.
Sobre este último había una única afirmación.
Stregoni benefici: vampiro italiano que afirmaba estar del lado del bien; era enemigo
mortal de todos los vampiros diabólicos.
Aquella pequeña entrada constituía un alivio, era el único entre cientos de mitos que
aseguraba la existencia de vampiros buenos.
Sin embargo, en conjunto, había pocos que coincidieran con la historia de Jacob o mis
propias observaciones. Había realizado mentalmente un pequeño catálogo y lo comparaba
cuidadosamente con cada mito mientras iba leyendo. Velocidad, fuerza, belleza, tez pálida,
ojos que cambiaban de color, y luego los criterios de Jacob: bebedores de sangre, enemigos de
los hombres lobo, piel fría, inmortalidad. Había muy pocos mitos en los que encajara al
menos un factor.
Y había otro problema adicional a raíz de lo que recordaba de las pocas películas de
terror que había visto y que se reforzaba con aquellas lecturas: los vampiros no podían salir
durante el día porque el sol los quemaría hasta reducirlos a cenizas. Dormían en ataúdes todo
el día y sólo salían de noche.
Exasperada, apagué el botón de encendido del ordenador sin esperar a cerrar el sistema
operativo correctamente. Sentí una turbación aplastante a pesar de toda mi irritación. ¡Todo
aquello era tan estúpido! Estaba sentada en mi cuarto rastreando información sobre vampiros.
¿Qué era lo que me sucedía? Decidí que la mayor parte de la culpa estaba fuera del umbral de
mi puerta, en el pueblo de Forks y, por extensión, en la húmeda península de Olympic.
Tenía que salir de la casa, pero no había ningún lugar al que quisiera ir que no implicara
conducir durante tres días. Volví a calzarme las botas, sin tener muy claro adonde dirigirme, y
bajé las escaleras. Me envolví en mi impermeable sin comprobar qué tiempo hacía y salí por
la puerta pisando fuerte.
Estaba nublado, pero aún no llovía. Ignoré el coche y empecé a caminar hacia el este,
cruzando el patio de la casa de Charlie en dirección al bosque.
No transcurrió mucho tiempo antes de que me hubiera adentrado en él lo suficiente para
que la casa y la carretera desaparecieran de la vista y el único sonido audible fuera el de la
tierra húmeda al succionar mis botas y los súbitos silbos de los arrendajos.
La estrecha franja de un sendero discurría a lo largo del bosque; de lo contrario no me
hubiera arriesgado a vagabundear de aquella manera por mis propios medios, ya que carecía
de sentido de la orientación y era perfectamente capaz de perderme en parajes mucho menos
alambicados. El sendero se adentraba más y más en el corazón del bosque, incluso puedo
aventurar que casi siempre rumbo Este. Serpenteaba entre los abetos y las cicutas, entre los
tejos y los arces. Tenía leves nociones de los árboles que había a mi alrededor, y todo cuanto
sabía se lo debía a Charlie, que me había ido enseñando sus nombres desde la ventana del
coche patrulla cuando yo era pequeña. A muchos no los identificaba y de otros no estaba del
todo segura porque estaban casi cubiertos por parásitos verdes.
Seguí el sendero impulsada por mi enfado conmigo misma. Una vez que éste empezó a
desaparecer, aflojé el paso. Unas gotas de agua cayeron desde el dosel de ramas de las alturas,
pero no estaba segura de si empezaba a llover o si se trataba de los restos de la lluvia del día
anterior, acumulada sobre el haz de las hojas, y que ahora goteaba lentamente en el suelo. Un
árbol caído recientemente —sabía que esto era así porque no estaba totalmente cubierto de
musgo— descansaba sobre el tronco de uno de sus hermanos, cuyo resultado era la formación
de una especie de banco no muy alto a pocos —y seguros— pasos del sendero. Llegué hasta
él saltando con precaución por encima de los heléchos y me senté colocando la chaqueta de
modo que estuviera entre el húmedo asiento y mi ropa. Apoyé la cabeza, cubierta por la
capucha, contra el árbol vivo.
Aquél era el peor lugar al que podía haber acudido, debería de haberlo sabido, pero ¿a
qué otro sitio podía ir? El bosque, de un verde intenso, se parecía demasiado al escenario del
sueño de la última noche para alcanzar la paz de espíritu. Ahora que ya no oía el sonido de
mis pasos sobre el barro, el silencio era penetrante. Los pájaros también permanecían callados
y aumentó la frecuencia de las gotas, lo que parecía confirmar que allí arriba, en el cielo,
estaba lloviendo. Ahora que me había sentado, la altura de los heléchos sobrepasaba la de mi
cabeza, por lo que cualquiera hubiera podido caminar por la senda a tres pies de distancia sin
verme.
Allí, entre los árboles, resultaba mucho más fácil creer en los disparates de los que me
avergonzaba dentro de la casa. Nada había cambiado en aquel bosque durante miles de años, y
todos los mitos y leyendas de mil países diferentes me parecían mucho más verosímiles en
medio de aquella calima verde que en mi despejado dormitorio.
Me obligué a concentrarme en las dos preguntas vitales que debía contestar, pero lo hice
a regañadientes.
Primero tenía que decidir si podía ser cierto lo que Jacob me había dicho sobre los
Cullen.
Mi mente respondió de inmediato con una rotunda negativa. Resultaba estúpido y
mórbido entretenerse con unas ideas tan ridículas. Pero, en ese caso, ¿qué pasaba?, me
pregunté. No había una explicación racional a por qué seguía viva en aquel momento. Hice
recuento mental de lo que había observado con mis propios ojos: lo inverosímil de su
fortaleza y velocidad, el color cambiante de los ojos, del negro al dorado y viceversa, la
belleza sobrehumana, la piel fría y pálida, y otros pequeños detalles de los que había tomado
nota poco a poco: no parecía comer jamás y se movía con una gracia turbadora. Y luego
estaba la forma en que hablaba a veces, con cadencias poco habituales y frases que encajaban
mejor con el estilo de una novela de finales del siglo XIX que de una clase del siglo XXI.
Había hecho novillos el día que hicimos la prueba del grupo sanguíneo, tampoco se negó a ir
de camping a la playa hasta que supo adonde íbamos a ir, y parecía saber lo que pensaban
cuantos le rodeaban, salvo yo. Me había dicho que era el malo de la película, peligroso...
¿Podían ser vampiros los Cullen?
Bueno, eran algo. Y lo que empezaba a tomar forma delante de mis ojos incrédulos
excedía la posibilidad de una explicación racional. Ya fuera uno de los fríos o se cumpliera mi
teoría del superhéroe, Edward Cullen no era... humano. Era algo más.
Así pues... tal vez. Ésa iba a ser mi respuesta por el momento.
Y luego estaba la pregunta más importante. ¿Qué iba a hacer si resultaba ser cierto?
¿Qué haría si Edward fuera... un vampiro? Apenas podía obligarme a pensar esas
palabras. Involucrar a nadie más estaba fuera de lugar. Ni siquiera yo misma me lo creía,
quedaría en ridículo ante cualquiera a quien se lo dijera.
Sólo dos alternativas parecían prácticas. La primera era aceptar su aviso: ser lista y
evitarle todo lo posible, cancelar nuestros planes y volver a ignorarlo tanto como fuera capaz,
fingir que entre nosotros existía un grueso e impenetrable muro de cristal en la única clase que
estábamos obligados a compartir, decirle que se alejara de mí... y esta vez en serio.
Me invadió de repente una desesperación tan agónica cuando consideré esa opción que
el mecanismo de mi mente de rechazar el dolor provocó que pasara rápidamente a la siguiente
alternativa.
No hacer nada diferente. Después de todo, hasta la fecha, no me había causado daño
alguno aunque fuera algo... siniestro. De hecho, sería poco más que una abolladura en el
guardabarros de Tyler si él no hubiera actuado con tanta rapidez. Tanta, me dije a mí misma,
que podría haber sido puro reflejo: ¿Cómo puede ser malo si tiene reflejos para salvar vidas?,
pensé. No hacía más que darle vueltas sin obtener respuestas.
Había una cosa de la que estaba segura, si es que estaba segura de algo: el oscuro
Edward del sueño de la pasada noche sólo era una reacción de mi miedo ante el mundo del
que había hablado Jacob, no del propio Edward. Aun así, cuando chillé de pánico ante el
ataque del hombre lobo, no fue el miedo al licántropo lo que arrancó de mis labios ese grito
de « ¡no!», sino a que él resultara herido. A pesar de que me había llamado con los colmillos
afilados, temía por él.
Y supe que tenía mi respuesta. Ignoraba si en realidad había tenido elección alguna vez.
Ya me había involucrado demasiado en el asunto. Ahora que lo sabía, si es que lo sabía, no
podía hacer nada con mi aterrador secreto, ya que cuando pensaba en él, en su voz, sus ojos
hipnóticos y la magnética fuerza de su personalidad, no quería otra cosa que estar con él de
inmediato, incluso si... Pero no podía pensar en ello, no aquí, sola en la penumbra del bosque,
no mientras la lluvia lo hiciera tan sombrío como el crepúsculo debajo del dosel de ramas y
disperso como huellas en un suelo enmarañado de tierra. Me estremecí y me levanté deprisa
de mi escondite, preocupada porque la lluvia hubiera borrado la senda.
Pero ésta permanecía allí, nítida y sinuosa, para que saliera del goteante laberinto verde.
La seguí de forma apresurada, con la capucha bien calada sobre la cabeza, sin dejar de
sorprenderme, mientras pasaba entre los árboles casi a la carrera, de lo lejos que había
llegado. Empecé a preguntarme si me dirigía a alguna salida o si la senda llevaría hasta más
allá de los confines del bosque. Atisbé algunos claros a través de la maraña de ramas antes de
que me entrara demasiado pánico, y luego oí un coche pasar por la carretera, y allí estaba el
jardín de Charlie que se extendía delante de mí, y la casa, que me llamaba y me prometía
calor y calcetines secos.
Apenas era mediodía cuando entré. Subí las escaleras y me puse ropa de estar por casa,
unos vaqueros y una camiseta, ya que no iba a salir. No me costó mucho esfuerzo
concentrarme en la tarea para ese día, un trabajo sobre Macbeth que debía entregar el
miércoles. Pergeñé un primer borrador del trabajo con una satisfacción y serenidad que no
sentía desde... Bueno, para ser sincera, desde el jueves.
Esa había sido siempre mi forma de ser. Adoptar decisiones era la parte que más me
dolía, la que me llevaba por la calle de la amargura. Pero una vez que tomaba la decisión, me
limitaba a seguirla... Por lo general, con el alivio que daba el haberla tomado. A veces, el
alivio se teñía de desesperación, como cuando resolví venir a Forks, pero seguía siendo mejor
que pelear con las alternativas.
Era ridículamente fácil vivir con esta decisión. Peligrosamente fácil.
De ese modo, el día fue tranquilo y productivo. Terminé mi trabajo antes de las ocho.
Charlie volvió a casa con abundante pesca, lo que me llevó a pensar en adquirir un libro de
recetas para pescado cuando estuviera en Seattle la semana siguiente. Los escalofríos que
corrían por mi espalda cada vez que pensaba en ese viaje no diferían de los que sentía antes de
mi paseo con Jacob Black. Creía que serían distintos. Deberían serlo, ¡deberían serlo! Sabía
que debería estar asustada, pero lo que sentía no era miedo exactamente.
Dormí sin sueños aquella noche, rendida como estaba por haberme levantado el
domingo tan temprano y haber descansando tan poco la noche anterior. Por segunda vez desde
mi llegada a Forks, me despertó la brillante luz de un día soleado.
Me levanté de un salto y corrí hacia la ventana; comprobé con asombro que apenas
había nubes en el cielo, y las pocas que había sólo eran pequeños jirones algodonosos de color
blanco que posiblemente no trajeran lluvia alguna. Abrí la ventana y me sorprendió que se
abriera sin ruido ni esfuerzo alguno a pesar de que no se había abierto en quién sabe cuántos
años, y aspiré el aire, relativamente seco. Casi hacía calor y apenas soplaba viento. Por mis
venas corría la adrenalina.
Charlie estaba terminando de desayunar cuando bajé las escaleras y de inmediato se
apercibió de mi estado de ánimo.
—Ahí fuera hace un día estupendo —comentó.
—Sí —coincidí con una gran sonrisa.
Me devolvió la sonrisa. La piel se arrugó alrededor de sus ojos castaños. Resultaba fácil
ver por qué mi madre y él se habían lanzado alegremente a un matrimonio tan prematuro
cuando Charlie sonreía. Gran parte del joven romántico que fue en aquellos días se había
desvanecido antes de que yo le conociera, cuando su rizado pelo castaño —del mismo color
que el mío, aunque de diferente textura— comenzaba a escasear y revelaba lentamente cada
vez más y más la piel brillante de la frente. Pero cuando sonreía, podía atisbar un poco del
hombre que se había fugado con Renée cuando ésta sólo tenía dos años más que yo ahora.
Desayuné animadamente mientras contemplaba revolotear las motas de polvo en los
chorros de luz que se filtraban por la ventana trasera. Charlie me deseó un buen día en voz
alta y luego oí que el coche patrulla se alejaba. Vacilé al salir de casa, impermeable en mano.
No llevarlo equivaldría a tentar al destino. Lo doblé sobre el brazo con un suspiro y salí
caminando bajo la luz más brillante que había visto en meses.
A fuerza de emplear a fondo los codos, fui capaz de bajar del todo los dos cristales de
las ventanillas del monovolumen. Fui una de las primeras en llegar al instituto. No había
comprobado la hora con las prisas de salir al aire libre. Aparqué y me dirigí hacia los bancos
del lado sur de la cafetería, que de vez en cuando se usaban para algún picnic. Los bancos
estaban todavía un poco húmedos, por lo que me senté sobre el impermeable, contenta de
poder darle un uso. Había terminado los deberes, fruto de una escasa vida social, pero había
unos cuantos problemas de Trigonometría que no estaba segura de haber resuelto bien. Abrí el
libro aplicadamente, pero me puse a soñar despierta a la mitad de la revisión del primer
problema. Garabateé distraídamente unos bocetos en los márgenes de los deberes. Después de
algunos minutos, de repente me percaté de que había dibujado cinco pares de ojos negros que
me miraban fijamente desde el folio. Los borré con la goma.
— ¡Bella! —oí gritar a alguien, y parecía la voz de Mike.
Al mirar a mi alrededor comprendí que la escuela se había ido llenando de gente
mientras estaba allí sentada, distraída. Todo el mundo llevaba camisetas, algunos incluso
vestían shorts a pesar de que la temperatura no debería sobrepasar los doce grados. Mike se
acercaba saludando con el brazo, lucía unos shorts de color caqui y una camiseta a rayas de
rugby.
Se sentó a mi lado con una sonrisa de oreja a oreja y las cuidadas puntas del pelo
reluciendo a la luz del sol. Estaba tan encantado de verme que no pude evitar sentirme
satisfecha.
—No me había dado cuenta antes de que tu pelo tiene reflejos rojos —comentó
mientras atrapaba entre los dedos un mechón que flotaba con la ligera brisa.
—Sólo al sol.
Me sentí incómoda cuando colocó el mechón detrás de mi oreja.
—Hace un día estupendo, ¿eh?
—La clase de días que me gustan —dije mostrando mi acuerdo.
— ¿Qué hiciste ayer?
El tono de su voz era demasiado posesivo.
—Me dediqué sobre todo al trabajo de Literatura.
No añadí que lo había terminado, no era necesario parecer pagada de mí misma. Se
golpeó la frente con la base de la mano.
—Ah, sí... Hay que entregarlo el jueves, ¿verdad?
—Esto... Creo que el miércoles.
— ¿El miércoles? —Frunció el ceño—. Mal asunto. ¿Sobre qué has escrito el tuyo?
—Acerca de la posible misoginia de Shakespeare en el tratamiento de los personajes
femeninos.
Me contempló como si le hubiera hablado en chino.
—Supongo que voy a tener que ponerme a trabajar en eso esta noche —dijo
desanimado—. Te iba a preguntar si querías salir.
—Ah.
Me había pillado con la guardia bajada. ¿Por qué ya no podía mantener una
conversación agradable con Mike sin que acabara volviéndose incómoda?
—Bueno, podíamos ir a cenar o algo así... Puedo trabajar más tarde.
Me sonrió lleno de esperanza.
—Mike... —odiaba que me pusieran en un aprieto—. Creo que no es una buena idea.
Se le descompuso el rostro.
— ¿Por qué? —preguntó con mirada cautelosa. Mis pensamientos volaron hacia
Edward, preguntándome si también Mike pensaba lo mismo.
—Creo, y te voy dar una buena tunda sin remordimiento alguno como repitas una sola
palabra de lo que voy a decir —le amenacé—, que eso heriría los sentimientos de Jessica.
Se quedó aturdido. Era obvio que no pensaba en esa dirección de ningún modo.
—Jessica?
—De verdad, Mike, ¿estás ciego?
—Vaya —exhaló claramente confuso.
Aproveché la ventaja para escabullirme.
—Es hora de entrar en clase, y no puedo llegar tarde.
Recogí los libros y los introduje en mi mochila.
Caminamos en silencio hacia el edificio tres. Mike iba con expresión distraída.
Esperaba que, cualesquiera que fueran los pensamientos en los que estuviera inmerso, éstos le
condujeran en la dirección correcta.
Cuando vi a Jessica en Trigonometría, desbordaba entusiasmo. Ella, Angela y Lauren
iban a ir de compras a Port Angeles esa tarde para buscar vestidos para el baile y quería que
yo también fuera, a pesar de que no necesitaba ninguno. Estaba indecisa. Sería agradable salir
del pueblo con algunas amigas, pero Lauren estaría allí y quién sabía qué podía hacer esa
tarde... Pero ése era definitivamente el camino erróneo para dejar correr mi imaginación...
De modo que le respondí que tal vez, explicándole que primero tenía que hablar con
Charlie.
No habló de otra cosa que del baile durante todo el trayecto hasta clase de Español y
continuó, como si no hubiera habido interrupción alguna, cuando la clase terminó al fin, cinco
minutos más tarde de la hora, y mientras nos dirigíamos a almorzar. Estaba demasiado perdida
en el propio frenesí de mis expectativas como para comprender casi nada de lo que decía.
Estaba dolorosamente ávida de ver no sólo a Edward sino a todos los Cullen, con el fin de
poder contrastar en ellos las nuevas sospechas que llenaban mi mente. Al cruzar el umbral de
la cafetería, sentí deslizarse por la espalda y anidar en mi estómago el primer ramalazo de
pánico. ¿Serían capaces de saber lo que pensaba? Luego me sobresaltó un sentimiento
distinto. ¿Estaría esperándome Edward para sentarse conmigo otra vez?
Fiel a mi costumbre, miré primero hacia la mesa de los Cullen. Un estremecimiento de
pánico sacudió mi vientre al percatarme de que estaba vacía. Con menor esperanza, recorrí la
cafetería con la mirada, esperando encontrarle solo, esperándome. El lugar estaba casi lleno
—la clase de Español nos había retrasado—, pero no había rastro de Edward ni de su familia.
El desconsuelo hizo mella en mí con una fuerza agobiante.
Anduve vacilante detrás de Jessica, sin molestarme en fingir por más tiempo que la
escuchaba.
Habíamos llegado lo bastante tarde para que todo el mundo se hubiera sentado ya en
nuestra mesa. Esquivé la silla vacía junto a Mike a favor de otra al lado de Angela. Fui
vagamente consciente de que Mike ofrecía amablemente la silla a Jessica, y de que el rostro
de ésta se iluminaba como respuesta.
Angela me hizo unas cuantas preguntas en voz baja sobre el trabajo de Macbeth, a las
que respondí con la mayor naturalidad posible mientras me hundía en las espirales de la
miseria. También ella me invitó a acompañarlas por la tarde, y ahora acepté, agarrándome a
cualquier cosa que me distrajera.
Comprendí que me había aferrado al último jirón de esperanza cuando vi el asiento
contiguo vacío al entrar en Biología, y sentí una nueva oleada de desencanto.
El resto del día transcurrió lentamente, con desconsuelo. En Educación física tuvimos
una clase teórica sobre las reglas del bádminton, la siguiente tortura que ponían en mi camino,
pero al menos eso significó que pude estar sentada escuchando en lugar de ir dando tumbos
por la pista. Lo mejor de todo es que el entrenador no terminó, por lo que tendría otra jornada
sin ejercicio al día siguiente. No importaba que me entregaran una raqueta antes de dejarme
libre el resto de la clase.
Me alegré de abandonar el campus. De esa forma podría poner mala cara y deprimirme
antes de salir con Jessica y compañía, pero apenas había traspasado el umbral de la casa de
Charlie, Jessica me telefoneó para cancelar nuestros planes. Intenté mostrarme encantada de
que Mike la hubiera invitado a cenar, aunque lo que en realidad me aliviaba era que al fin él
parecía que iba a tener éxito, pero ese entusiasmo me sonó falso hasta a mí. Ella reprogramó
nuestro viaje de compras a la tarde noche del día siguiente.
Aquello me dejaba con poco que hacer para distraerme. Había pescado en adobo, con
una ensalada y pan que había sobrado la noche anterior, por lo que no quedaba nada que
preparar. Me mantuve concentrada en los deberes, pero los terminé a la media hora. Revisé el
correo electrónico y leí los mails atrasados de mi madre, que eran cada vez más apremiantes
conforme se acercaban a la actualidad. Suspiré y tecleé una rápida respuesta.
Mamá:
Lo siento. He estado fuera. Me fui a la playa con algunos amigos y luego tuve que
escribir un trabajo para el instituto.
Mis excusas eran patéticas, por lo que renuncié a intentar justificarme.
Hoy hace un día soleado. Lo sé, yo también estoy muy sorprendida, por lo que me voy a
ir al aire libre para empaparme de toda la vitamina D que pueda. Te quiero.
Bella
Decidí matar una hora con alguna lectura que no estuviera relacionada con las clases.
Tenía una pequeña colección de libros que me había traído a Forks. El más gastado por el uso
era una recopilación de obras de Jane Austen. Lo seleccioné y me dirigí al patio trasero. Al
bajar las escaleras tomé un viejo edredón roto del armario de la ropa blanca.
Ya fuera, en. el pequeño patio cuadrado de Charlie, doblé el edredón por la mitad, lejos
del alcance de la sombra de los árboles, sobre el césped, que iba a permanecer húmedo sin
importar durante cuánto tiempo brillara el sol. Me tumbé bocabajo, con los tobillos
entrecruzados al aire, hojeando las diferentes novelas del libro mientras intentaba decidir cuál
ocuparía mi mente a fondo. Mis favoritas eran Orgullo y prejuicio y Sentido y sensibilidad.
Había leído la primera recientemente, por lo que comencé Sentido y sensibilidad, sólo para
recordar al comienzo del capítulo tres que el protagonista de la historia se llamaba Edward.
Enfadada, me puse a leer Mansfield Park, pero el héroe del texto se llamaba Edmund, y se
parecía demasiado. ¿No había a finales del siglo XVIII más nombres? Aturdida, cerré el libro
de golpe y me di la vuelta para tumbarme de espaldas. Me arremangué la blusa lo máximo
posible y cerré los ojos. No quería pensar en otra cosa que no fuera el calor del sol sobre mi
piel, me dije a mí misma. La brisa seguía siendo suave, pero su soplo lanzaba mechones de
pelo sobre mi rostro, haciéndome cosquillas. Me recogí el pelo detrás de la cabeza, dejándolo
extendido en forma de abanico sobre el edredón, y me concentré de nuevo en el calor que me
acariciaba los párpados, los pómulos, la nariz, los labios, los antebrazos, el cuello y calentaba
mi blusa ligera.
Lo próximo de lo que fui consciente fue el sonido del coche patrulla de Charlie al girar
sobre las losas de la acera. Me incorporé sorprendida al comprender que la luz ya se había
ocultado detrás de los árboles y que me había dormido. Miré a mi alrededor, hecha un lío, con
la repentina sensación de no estar sola.
— ¿Charlie? —pregunté, pero sólo oí cerrarse de un portazo la puerta de su coche frente
a la casa.
Me incorporé de un salto, con los nervios a flor de piel sin ningún motivo, para recoger
el edredón, ahora empapado, y el libro. Corrí dentro para echar algo de gasóleo a la estufa al
tiempo que me daba cuenta de que la cena se iba a retrasar. Charlie estaba colgando el cinto
con la pistola y quitándose las botas cuando entré.
—Lo siento, papá, la cena aún no está preparada. Me quedé dormida ahí fuera —dije
reprimiendo un bostezo.
—No te preocupes ——contestó—. De todos modos, quería enterarme del resultado del
partido.
Vi la televisión con Charlie después de la cena, por hacer algo. No había ningún
programa que quisiera ver, pero él sabía que no me gustaba el baloncesto, por lo que puso una
estúpida comedia de situación que no disfrutamos ninguno de los dos. No obstante, parecía
feliz de que hiciéramos algo juntos. A pesar de mi tristeza, me sentí bien por complacerle.
—Papá —dije durante los anuncios—, Jessica y Angela van a ir a mirar vestidos para el
baile mañana por la tarde a Port Angeles y quieren que las ayude a elegir. ¿Te importa que las
acompañe?
—Jessica Stanley? —preguntó.
—Y Angela Weber.
Suspiré mientras le daba todos los detalles.
—Pero tú no vas a asistir al baile, ¿no? —comentó. No lo entendía.
—No, papá, pero las voy a ayudar a elegir los vestidos —no tendría que explicarle esto
a una mujer—. Ya sabes, aportar una crítica constructiva.
—Bueno, de acuerdo —pareció comprender que aquellos temas de chicas se le
escapaban—. Aunque, ¿no hay colegio por la tarde?
—Saldremos en cuanto acabe el instituto, por lo que podremos regresar temprano. Te
dejaré lista la cena, ¿vale?
—Bella, me he alimentado durante diecisiete años antes de que tú vinieras —me
recordó.
—Y no sé cómo has sobrevivido —dije entre dientes para luego añadir con mayor
claridad—: Te voy a dejar algo de comida fría en el frigorífico para que te prepares un par de
sandwiches, ¿de acuerdo? En la parte de arriba.
Me dedicó una divertida mirada de tolerancia.
Al día siguiente, la mañana amaneció soleada. Me desperté con esperanzas renovadas
que intenté suprimir con denuedo. Como el día era más templado, me puse una blusa escotada
de color azul oscuro, una prenda que hubiera llevado en Phoenix durante lo más crudo del
invierno.
Había planeado llegar al colegio justo para no tener que esperar a entrar en clase.
Desmoralizada, di una vuelta completa al aparcamiento en busca de un espacio al tiempo que
buscaba también el Volvo plateado, que, claramente, no estaba allí. Aparqué en la última fila y
me apresuré a clase de Lengua, llegando sin aliento ni brío, pero antes de que sonara el
timbre.
Ocurrió lo mismo que el día anterior. No pude evitar tener ciertas esperanzas que se
disiparon dolorosamente cuando en vano recorrí con la mirada el comedor y comprobé que
seguía vacío el asiento contiguo al mío de la mesa de Biología.
El plan de ir a Port Angeles por la tarde regresó con mayor atractivo al tener Lauren
otros compromisos. Estaba ansiosa por salir del pueblo, para poder dejar de mirar por encima
del hombro, con la esperanza de verlo aparecer de la nada como siempre hacía. Me prometí a
mí misma que iba a estar de buen humor para no arruinar a Angela ni a Jessica el placer de la
caza de vestidos. Puede que también yo hiciera algunas pequeñas compras. Me negaba a creer
que esta semana podría ir de compras sola en Seattle porque Edward ya no estuviera
interesado en nuestro plan. Seguramente no lo cancelaría sin decírmelo al menos.
Jessica me siguió hasta casa en su viejo Mercury blanco después de clase para que
pudiera dejar los libros y mi coche. Me cepillé el pelo a toda prisa mientras estaba dentro,
sintiendo resurgir una leve excitación ante la expectativa de salir de Forks. Sobre la mesa,
dejé una nota para Charlie en la que le volvía a explicar dónde encontrar la cena, cambié mi
desaliñada mochila escolar por un bolso que utilizaba muy de tarde en tarde y corrí a reunirme
con Jessica. A continuación fuimos a casa de Angela, que nos estaba esperando. Mi excitación
crecía exponencialmente conforme el coche se alejaba de los límites del pueblo.

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